Cuentan que era un Rey al que le gustaba muchísimo montar a caballo, tenía un caballo al que adoraba. Pero un día el caballo, su caballo favorito, cayó enfermo y el Rey llamó al veterinario para que le dijera si la dolencia que sufría se podría curar. El veterinario lo examinó bien y luego pronosticó que no tenía cura.
El rey se afligido y ordenó a los criados que llevaran a su caballo a la orilla del mar y que hicieran cuanto fuera posible para curarlo. Y les avisó de que a quien le trajera la noticia de que el caballo había muerto, lo haría colgar inmediatamente.
El rey se afligido y ordenó a los criados que llevaran a su caballo a la orilla del mar y que hicieran cuanto fuera posible para curarlo. Y les avisó de que a quien le trajera la noticia de que el caballo había muerto, lo haría colgar inmediatamente.
Al cabo de unos días, el caballo murió y, mientras los criados deliberaban sobre cómo hacer para darle la noticia al Rey, vieron pasar a un tonto que era capaz de cualquier cosa, y le dijeron:
— ¿Quieres llevarle una noticia al Rey? Y él respondió:
— ¿Y qué me daréis a cambio? Los criados le prometieron mil monedas de oro y le dijeron el problema que tenían.
El tonto estuvo de acuerdo, visitó al Rey y le dijo:
— ¿Sabes aquel caballo que enviaste a la orilla del mar por ver si allí lo sanaban? Pues no come.
— ¿Cómo puede ser eso? —respondió el Rey.
—Así es. Pero tampoco bebe.
—Qué me dices…
—Ni siquiera orina.
—Esto no puede ser…
—Ni defeca, ni respira…
—Entonces está muerto —dijo el Rey.
—Eres tú quien lo ha dicho —respondió el tonto—, no yo.
Y dio media vuelta y se fue a ver a los criados, que no tuvieron más remedio que darle las mil monedas.
Y así quedó el Rey, chasqueado y los criados pobres pero con vida.
¿Cuántas vueltas hay que dar para querer ocultar la realidad?
Menos mal que la realidad la vivimos todos los días, no hace falta más.
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